La pasada semana estaba comiendo en un local de shawarma mientras la
gigantesca pantalla de televisión retransmitía en directo la caza del
hombre en Boston, creando el sonido ambiental del almuerzo. Intercambié
unas palabras con el caballero que se encontraba al otro lado de la
barra, lamentándonos de la sinrazón que se apodera de quienes ejercen
ese tipo de violencia que hemos presenciado en la meta del famoso
maratón.
"Esto me recuerda a cuando vivía en el Líbano" –me
comentó. "Durante la guerra explotaban bombas como éstas cada día, todo
el tiempo". Hubo cientos de asesinatos indiscriminados, como los de la
pasada semana con coche-bomba en Iraq y los producidos por los ataques
aéreos estadounidenses en Afganistán, Pakistán y Yemen. A medida que
transcurría la hora del almuerzo y los taquígrafos del poder competían
para llenar las ondas con sus comentarios, surgieron las inevitables
preguntas. ¿Era posible considerarse a salvo si en cualquier momento
podía ocurrir algo malo? ¿Qué empuja a una persona a cometer un acto
como éste? ¿Cómo es posible que jóvenes que crecieron y estudiaron aquí y
que forman parte de nuestras comunidades y de nuestro país, recurran a
una violencia así?, preguntó Barack Obama el viernes por la noche. El
hecho de que Obama pueda lanzar esa cuestión sin pizca de ironía y nadie
le haga a él esa misma pregunta (al abogado constitucional formado en
Harvard que dos días antes había ratificado con su firma la última de
las listas de asesinatos, cuya consecuencia final fue la muerte de dos
individuos en la ciudad de Wessab, Yemen) es buena muestra de la
autocensura de los medios de comunicación globales.
En un
editorial de Al Monitor , titulado "Mi pueblo sufrió un ataque de drones
estadounidenses", el escritor Farea Al-Muslimi describe la sensación de
desconcierto que se apodera de alguien cuando su aldea es atacada, algo
similar a la indignación sentida por los bostonianos cuando estallaron
las bombas en su famoso maratón. "Si vives en Yemen, la regla de oro es
esperar que pase algo en cualquier momento", escribía al-Muslimi. "Pero
eso no significa que puedas imaginar que tu aldea natal –uno de los
lugares más pacíficos y bellos de Yemen- sea bombardeada. Lo apacible
del lugar te lleva a pensar que nadie habrá oído hablar de él, por lo
que es imposible imaginar que vaya a ser bombardeado por drones
estadounidenses en un ataque nocturno... El siniestro zumbido de los
drones aterroriza a las comunidades. ¿Dónde van a atacar? ¿Caerá aquí el
próximo? Éstas son las preguntas que se hacen los jóvenes al crecer
ahora... El "daño colateral" causado por estos ataques no se limita a
los cadáveres que aparecen en el informativo. Los drones están
traumatizando a toda una generación".
Respecto a los traumas
diarios creados por los ataques de drones, el editorial termina
diciendo: "Resulta tentador llegar a la conclusión de que Estados Unidos
no tiene ningún interés en aplicar una respuesta medida al terrorismo.
Es lógico pensar que no les importa aterrorizar (y radicalizar) a
poblaciones enteras con tal de tachar un nombre más de su "lista de
asesinatos".
La pregunta perturbadora sobre quién podría cometer
dichos actos volvió a surgir durante una conferencia de prensa de la
Casa Blanca, cuando la habitual actitud sumisa de los periodistas se vio
brevemente interrumpida por una valiente corresponsal, Amina Ismael que
lo explicó llanamente: "Doy mi más sincero pésame a las víctimas de
Boston y a sus familias. Pero el presidente Obama afirmó que lo de
Boston había sido un acto terrorista. A mí me gustaría preguntar si
considera que el bombardeo estadounidense sobre civiles en Afganistán de
este mismo mes, en el que murieron 11 niños y una mujer es también una
forma de terrorismo. ¿Por qué lo es o, en caso contrario, por qué no lo
es? La respuesta del portavoz de la Casa Blanca Jay Carney fue tan
frustrante como cabía esperar, y el resto de los reporteros se
contentaron con cuestiones banales relacionadas con asuntos del día.
Mientras tanto, las páginas editoriales se llenaban de las reflexiones
que pueden imaginarse sobre la "radicalización", y el portavoz de la
industria de seguridad nacional canadiense, Wesley Wark, se esforzaba
por comprender por qué "jóvenes aparentemente bien integrados pueden
llegar a abrazar la causa del asesinato de masas, la violencia y el
terrorismo". Como muestra de su pobre erudición o de su ceguera
deliberada, Wark concluye que a pesar de un decenio de iniciativas
antiterroristas "no estamos más cerca de la posesión de una respuesta
definitiva".
Wark se pregunta por los motivos que puedan tener
individuos que pretenden "matar y mutilar", pero pasa por alto un punto
fundamental. Cuando los sospechosos hicieron explotar una versión
rudimentaria de un armamento militar convencional: las bombas de racimo,
que actúan de la misma forma que la bomba de Boston, diseñadas para
desgarrar la carne humana e infligir el máximo sufrimiento, no actuaron
de modo diferente a como lo hace un general del Pentágono. Las Fuerzas
Aéreas han arrojado millones de veces este tipo de armas contra
objetivos civiles y los pilotos responsables de esas misiones han
recibido medallas al valor.
Wark y otros también podrían
aprender de una brillante obra de investigación de los setenta,
realizada por Dane Archer y Rosemary Gartner, "Bajas en tiempos de paz:
Consecuencias de la guerra en el comportamiento violento de
no-combatientes". Su análisis, que documenta importantes aumentos en el
índice de homicidios domésticos después de una guerra, afirma que el
problema suele olvidarse al describir las "causas de raíz": "La
violencia del Estado suele verse curiosamente excluida de los debates
sobre la violencia. Los libros que hablan de la agresión, por ejemplo,
suelen incluir temas que van desde las hormonas a los criminales
homicidas pero no mencionan la pena capital, los disparos contra
saqueadores, las palizas a manifestantes o la más impresionante de las
formas de violencia "oficial": la guerra".
Estos autores
sostienen que la violencia oficial está tan integrada en la cultura que
su principal mensaje ("la inequívoca lección moral de que el homicidio
es un medio aceptable, e incluso loable, para conseguir ciertos fines")
se ve reflejado en la población en su conjunto. La mayor parte de las
naciones que participaron en guerras experimentó un aumento en el índice
de homicidios significativamente mayor que aquellas naciones ajenas a
la guerra, lo que muestra un "vínculo entre la violencia de los
gobiernos y la violencia de los individuos. Esta relación se ve
facilitada, según creemos, por el proceso de legitimación mediante el
cual los homicidios en tiempos de guerra son recompensados y
proporcionan un estatus elevado... La inversión absoluta de la
prohibición de matar que se produce en tiempos de guerra puede influir
modificando el umbral del empleo de la fuerza homicida como medio de
resolver conflictos en la vida diaria en tiempos de paz ". El juez del
Tribunal Supremo estadounidense Louis Brandeis lo dijo de forma más
resumida en 1928: "La delincuencia es contagiosa. Si el gobierno
quebranta la ley, está fomentando su menosprecio"·.
En nuestra
historia reciente podemos encontrar otra respuesta. Los medios de
comunicación obsesionados con los aniversarios (una semana del atentado
de Boston, la conmemoración de los cien años de la Primera Guerra
Mundial, los días de sobriedad de Lindsay Lohan...) no se perdieron la
celebración de los 45 años de una historia que se consideró en su origen
una victoria militar estadounidense.
El 15 de marzo de 1968,
unos jóvenes soldados estadounidenses entraron en una aldea vietnamita y
cuando preguntaron si se supone que debían matar a las mujeres y a los
niños, su comandante en jefe les respondió: "Disparad a todo lo que se
mueva". Como relata con más detalle Nick Turse en su excelente crónica
de los crímenes de guerra estadounidenses en Vietnam, Kill Anyone That
Moves ("Matad todo lo que se mueva"): "A lo largo de cuatro horas,
miembros de la Compañía Charlie masacraron metódicamente a más de
quinientas víctimas desarmadas... Incluso hicieron un descanso para
almorzar tranquilamente en medio de la carnicería. Ya de paso, violaron a
las mujeres y las niñas, mutilaron a los muertos, quemaron
sistemáticamente los hogares y contaminaron el agua potable de la zona".
Este tipo de atrocidades era la norma, no la excepción; Turse señala
que las matanzas eran tan habituales que el Pentágono creó una comisión
secreta sobre crímenes de guerra en Vietnam.
Estas atrocidades
cometidas por los soldados formaban parte de la estructura de mando
oficial, que también ampara las torturas, las ejecuciones y las masacres
cometidas desde el aire hoy en día. El criminal de guerra Henry
Kissinger transmitía las órdenes asesinas del presidente Nixon para
bombardear Camboya, dando instrucciones a la Fuerza Aérea: "Todo lo que
vuela sobre todo lo que se mueve".
Esta mentalidad genocida (que
se asienta en el exterminio de las poblaciones indígenas y la limpieza
étnica simbolizada por las escuelas "residenciales" 1 ) también se puso
de manifiesto en el ataque deliberado a la red eléctrica y los sistemas
de depuración de aguas residuales iraquíes durante la Guerra del Golfo
de 1991. La fuerza aérea estadounidense señalaba en un informe de 1998
que "la falta de electricidad provocó la interrupción de las estaciones
depuradoras y produjo una crisis de salud pública a causa del vertido
directo de las aguas negras al Río Tigris ". Un análisis del organismo
de inteligencia militar estadounidense titulado "Vulnerabilidad del
tratamiento de aguas iraquí", indicaba que las sanciones (que causaron
la muerte a un millón y medio de personas y "valieron la pena" en
palabras de la antigua secretaria de Estado Madeleine Albright)
impedirían la importación del equipo necesario para purificar el agua,
lo que provocaría "escasez de agua de boca para gran parte de la
población" y "una mayor incidencia de las enfermedades, e incluso de las
epidemias".
Tal vez la pregunta que hubiera que hacerse fuera:
¿Qué nivel de radicalización tienen los oficiales militares
estadounidenses que odian a las poblaciones civiles de todo el planeta
tanto como para poder planificar y llevar a cabo tales atrocidades?
Recientemente, la incapacidad de los medios de ofrecer una cobertura
similar a dos reportajes bien documentados sobre la complicidad en la
tortura ha sido otra oportunidad perdida para entender la
"radicalización" de los oficiales del ejército estadounidense (y de sus
homónimos canadienses). Uno de ellos (Globalizing Torture) descubrió que
54 naciones (incluida Canadá) proporcionaron asistencia al programa
estadounidense de captura de sospechosos para ser interrogados bajo
tortura en terceros países, mientras que otro, una iniciativa
bipartidista de ciertos elementos muy conservadores, que incluía
miembros del ejército, demostró de modo "irrefutable" que EE.UU. había
sido cómplice de torturas y expresó su preocupación sobre "las
discusiones minuciosas que tuvieron lugar tras el 11-S, en las que
participaron un presidente y sus consejeros más cercanos, sobre la
conveniencia, la oportunidad y la legalidad del hecho de causar dolor y
atormentar a ciertos detenidos bajo nuestra custodia". A pesar de este
hecho extraordinario, la administración Obama desestimó, por razones
políticas, llevar a cabo un estudio oficial sobre lo ocurrido, alegando
que era "improductivo" mirar hacia atrás en vez de hacia delante.
Mientras personas de todo el mundo, de Boston, Massachusetts, a Wessab,
Yemen, y la provincia Kunar de Afganistán, recuerdan a sus muertos y
curan a los heridos en sus comunidades, todos ellos víctimas de actos de
terrorismo, nuestra deber colectivo no es solo exigir responsabilidades
sino también que se reconozca claramente el terrorismo que practican
nuestros gobiernos en nuestro nombre, con los dólares de nuestros
impuestos.
1- Las escuelas "residenciales" canadienses
fueron internados para niños indígenas muy controvertidos por la
aculturación a la que eran sometidos y por el maltrato vivido en muchos
de ellos (N. del T.)
Matthew Behrens es un escritor y defensor de la justicia social independiente que coordina la red de acción directa no-violenta Homes Not Bombs
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